domingo, 5 de agosto de 2018

Literatura

Un marido sin vocación




Manuel nunca debió casarse!... Pero lo hizo.

Manuel y Laura se tropezaron entre la multitud de la gran ciudad, ella venía de la costa y él había descendido de la montaña. Laura comenzó a buscarlo, Manuel no se escondía y la soledad los acercaba, entre semana jamás se veían pero se encontraban los sábados por la tarde en un modesto hotel y a veces los domingos iban al cine, ésta rutina se volvió costumbre y la costumbre se confundió con relación.

Así transcurrieron varios años, hasta que un sábado después de un masivo intercambio de besos, caricias y fluidos corporales, justo en ese momento, cuando la pareja era más vulnerable, -desnuda la piel, satisfecho el cuerpo, la ilusión de ella alerta, la inteligencia de él adormilada- se crearon las condiciones ideales para que el tiempo y la soledad se confabularan para escribir en las sábanas húmedas la desastrosa pregunta ¿Por qué no nos casamos?

Una celebración modesta, bocadillos y ron nacional. Al convivio asistieron los padres de ella quienes querían una boda en la iglesia de su pueblo y un festejo al estilo tropical con música, baile y platillos típicos, tristes por no haber sido así, ocultaban su pesar con la alegría y colorido de sus trajes regionales, asistieron también dos compañeras del trabajo de ella acompañadas por sus parejas, ellas comentaban los cambios en la oficina y ellos la alineación para el clásico partido de futbol a celebrarse el día siguiente. Desde una esquina el único invitado de Manuel removía distraídamente los hielos de su “Cuba libre” tratando de entender porqué alguien con tantas inquietudes por satisfacer había tomado esa absurda decisión.

Terminó la reunión y los recién casados iniciaron un viaje por carretera a un poblado cercano, famoso por sus artesanías, allí pasarían un fin de semana organizado por la amiga metiche que nunca falta y que no concebía una boda sin luna de miel, aun cuando ésta fuese mínima, en cuarto menguante podría decirse. La amiga les había reservado una habitación en un hotel ubicado en la cima de una colina y con vista hacia el pueblo.

Él manejaba, era de noche, la carretera era sinuosa, ambos mantenían la vista fija en el camino, pero sus pensamientos estaban en mundos diferentes, ella se imaginaba una casa llena de niños para continuar la tradición de sus ancestros. Él pensaba en las deudas contraídas por concepto de casa y mobiliario, pero sobre todo se preguntaba por qué se había casado y como el matrimonio afectaría los objetivos que él ambicionaba en el futuro. ¿Por qué casarse en una época en la que los únicos que pensaban en casarse eran los curas?

Un par de días después iniciaron formalmente la vida de casados, en ese momento las sorpresas comenzaron a dominar la escena. La casa nueva que nunca había sido habitada estaba helada, la recámara no tenía cortinas (afortunadamente tampoco vecinos), la chimenea no funcionaba y el gas no había sido surtido.

¡Manuel nunca debió casarse!... Pero lo hizo.

La primera noche de la pareja, casados y en casa nueva, fue de contrastes. Ahora tenían todo el tiempo y toda la intimidad que una pareja desea, así que en vez de que envueltos en la complicidad de una habitación de hotel él entre besos y caricias atrevidas le quitara poco a poco la ropa aumentando la excitación conforme quedaba más piel al descubierto, ahora ella se desvestía por sí misma, acomodaba su ropa con orden y pulcritud, lenta y cuidadosamente removía el maquillaje que adornaba su rostro, luego se trasladaba al baño, se lavaba la boca, se cepillaba el pelo y daba las buenas noches antes de irse a la cama.

La intimidad se volvió menos excitante, rutinaria, convencional y predecible, aun cuando seguía siendo aceptable, Manuel recitó para sí mismo:

Se fue el deseo nómada
quedando sólo el cuerpo inerte
carne insípida de hada
que lleva la pasión hacia la muerte.

Luego comenzaron las batallas, la primera por el territorio: Qué lado de la cama, cuales cajones del closet, el sitio en la mesa, después la lucha por el espacio: Vemos la televisión - estoy leyendo-, damos una vuelta - me acabo de acostar- y finalmente la madre de todas las batallas, el derecho a la privacidad: Por qué estás tan callado -no estoy callado estoy platicando con mi yo interior-.

¡Manuel nunca debió casarse!... Pero lo hizo.

El día siguiente regresaron a trabajar, cada uno por su lado, ella salía más temprano, el más tarde, desayunaban cada uno por separado, comían cada uno en su trabajo. Ella regresaba temprano de trabajar, él más tarde ¿cenaba ella?, quien sabe, él normalmente no lo hacía.

¡Manuel nunca debió casarse!... Pero lo hizo.


***

Poco tiempo después el matrimonio se había extinguido, ella se negaba a aceptarlo y él se seguía preguntando por qué diablos se había casado. Manuel comenzó a aprovechar toda coyuntura disponible para proponer la separación, Laura para negarla. Él comenzó a buscar como alejarse, ella como acercarse.

Un día caluroso de verano, Manuel, que salía de casa después que Laura, decidió no ponerse camiseta. Por la noche y mientras él se desvestía ella intentando un tono irónico que no le quedaba, preguntó -¿Por lo menos recuerdas dónde dejaste la camiseta?- Él respondió, -Si, no te preocupes, mañana paso a recogerla-. Laura prefería imaginar a Manuel involucrado en una aventura a reconocer que ese matrimonio no tenía sentido alguno.

Una noche, después de muchas en las que él abordaba el tema de la separación, ella con tono suave y voz pausada le dijo: -El que no está contento eres tú, a mí nuestra relación me hace feliz, ¿así que por qué habríamos de separarnos?-

La negativa a aceptar la realidad y el tono usado para externarla lo sacaron de quicio, Manuel consideró seriamente la posibilidad de estrangularla, con la mirada recorrió la habitación en busca de objetos que facilitaran la tarea. Las agujetas de los zapatos, su corbata, las medias de ella, los cordones de las cortinas… La mente analizaba los objetos, las agujetas no, son muy cortas, la corbata no, es muy frágil, las medias no, es fetichista, los cordones no, sería vulgar…La conciencia intervino entonces y gritó, -Espera, espera, tú no eres un marido, pero tampoco eres un estrangulador…- Más tarde sintiéndose miserable, su convicción de que ese matrimonio debía de terminar se reafirmó, no sólo lo estaba asfixiando, si no que ahora además lo estaba transformando en algo que no era.
 
Laura pareció adivinar sus intenciones y al siguiente día todavía con el espanto marcado en el rostro, aceptó iniciar los trámites de un divorcio voluntario, así se llamaba, él supuso que dado que no había hijos y que ambos estaban de acuerdo, el trámite sería rápido. No fue así, hubo que asistir en varias ocasiones y, en cada una la jueza iniciaba exhortándolos a mantener el sagrado vínculo del matrimonio, pilar de la sociedad y, etc. etc.

Muy cerca ya de lo que sería la última audiencia, una noche, mientras Manuel recostado en la cama intentaba concentrarse en la lectura de algún libro, Laura se desmaquillaba frente a él, vestía una bata de tul verde azuloso o azul verdoso, imposible adivinarlo, la tela era transparente y dejaba ver su cuerpo completamente desnudo, sus senos firmes sostenían la tela igual que un mástil sostiene una vela. Al verla así, un recuerdo vino a su mente.

Recordó un domingo por la noche, venían del cine y se dirigían a casa de ella, se aproximaba el cumpleaños de él y ella con voz meliflua y sonrisa picara preguntó -¿Que vas a querer de regalo en tu cumpleaños?- él contestó -A ti con un moño- ella se rió y replicó -No, en serio- él muy serio le dijo, -Eso es lo que quiero-.

Llegado el día del cumpleaños, ella le llamó -Ven temprano a mi casa, y trae algo para brindar. Mi hermano va a llegar muy tarde-. Manuel tenía otros planes pero accedió y se dirigió a casa de Laura, en el camino compró una botella de brandy barato y unos refrescos de cola.

Tarde y sin grandes expectativas, Manuel llegó al departamento de Laura, ella desde el interior con voz seductora le indicó, la puerta está abierta sólo empújala, el departamento estaba en penumbra, desde el centro de la estancia él pudo ver como se abría lentamente la puerta de la recámara y allí enmarcada por el quicio estaba Laura, con zapatillas de tacón alto y una banda ancha de satín rojo que partiendo de su pecho formaba un moño que apenas cubría sus senos y su vientre.

El corazón de Manuel era joven, fuerte y sano, así que sobrevivió la impresión sin un infarto, luego se sentó para recuperar el aliento, mientras ella dejaba caer el moño, ofreciéndole el espectáculo de su carne joven, firme y morena.

El cuerpo desnudo de una mujer tiene fulgor propio que ilumina el momento y los sentidos, mientras dos cuerpos se buscan en la obscuridad.

Al concluir el recuerdo, Manuel tenía una excitación monumental, de esas que hasta duelen, Laura se despojó de su bata y desnuda se metió en la cama. Él luchó contra sí mismo y perdió la batalla, la atrajo bruscamente y la poseyó con furia y desesperación, ella sólo cerró los ojos, no opuso resistencia pero tampoco participó.

Una vez recobrado el control, Manuel se percató una vez más que la situación por la que atravesaba y el no poder concluir el divorcio lo estaban trastornando, era el segundo incidente violento en unos cuantos días y, él no era así, avergonzado alcanzó a musitar “-perdón-”, ella retadora preguntó ¿-Es todo lo que tienes que decir-? -Sí, perdón- contestó él.

Al siguiente día Manuel no quiso llegar temprano a su casa, así que decidió pasar a visitar unos amigos, allí estaba la compañera de trabajo que había organizado el viaje de luna de miel, al calor de unos tragos él les contó las vicisitudes del divorcio y lo que le estaba pasando, incluidos los dos eventos de violencia; sobre todo el último (la posesión violenta), la amiga con hondo gesto de preocupación, le recordó que Laura provenía de la selva de un estado famoso por la brujería y justificó así el pasaje de excitación extrema por la que él atravesó, al mismo tiempo le recomendó que en tanto no se separarán, debía evitar comer o tomar cosa alguna en casa, ya que podría caer en trances similares o peor aún quedar como “zombie”.

Manuel se rió durante horas y, todavía camino a casa se seguía riendo y preguntando cómo era posible que la amiga creyera en esas supercherías, ¿De qué le había servido trabajar en empresas transnacionales, leer tantas revistas de divulgación científica, asistir a innumerables conferencias y codearse con gente educada?

Al fin se firmó el divorcio, Laura seguía allí y pretendía que nada había pasado, el siguiente fin de semana, Manuel se levantó muy temprano y se fue lejos de allí, necesitaba estar sólo, al regresar, ya entrada la noche, lo recibió el vigilante de la privada donde se encontraba su casa y con tono preocupado le preguntó: -¿Está todo bien señor? ¿Qué sucedió?- Él sin saber de qué hablaba el vigilante le preguntó -¿Por qué, qué pasó?- el vigilante le contó que una ambulancia estuvo en su casa.

Manuel ingresó a la casa, buscó rastros de sangre, señales de violencia, cordones policiacos, sólo encontró un silencio sepulcral y una paz infinita. Cuando entró a su recámara notó que el closet estaba vacío, la ropa de Laura no estaba, tampoco sus perfumes y cosméticos aparecían sobre la mesita que hacía las veces de tocador. Entonces recordó que ella trabajaba en un laboratorio médico y dedujo que utilizó una de las ambulancias para hacer su mudanza.

Manuel se tiró sobre la cama y durmió, por primera vez en mucho tiempo, en absoluta paz, de Laura sólo quedó, su perfume impregnado en las sábanas y la tibieza que el calor de su cuerpo les había transmitido, mientras él dormía ambas cosas se comenzaron a desvanecer poco a poco.

Al siguiente día se presentó el vecino, tocó a la puerta y saludó con excesiva propiedad, Manuel lo invitó a pasar y el vecino declinó la invitación diciendo que la amistad era de parejas y, que al desaparecer una de ellas la amistad se fue con ella, que sólo venía a comunicar lo anterior. Durante los siguientes días la situación empeoró, la casa era un desastre, los trastes y la ropa sucia se acumulaban, la señora que ayudaba en la casa no había aparecido. El siguiente fin de semana Manuel tuvo que actuar, así que llevó todo lo sucio, trastes y ropa, a la regadera y, allí mientras se bañaba lavó todo, luego acomodó cada cosa en su lugar y decidió salir a comer fuera, al abandonar la calle donde vivía notó que la señora que les ayudaba salía de una casa, se aproximó y le preguntó por qué no había ido, la señora le explicó que el último día Laura la despidió, diciéndole que allí ya no se le necesitaba más. Manuel le ofreció subirle el sueldo, le pidió que regresara y ella aceptó.

***

Pasaron unos meses desde que Laura, en una ambulancia trasladó sus pertenencias heridas, la casa ya no olía a ella, ahora era más el recinto de un hombre sólo, Manuel la redecoró y colocó dos placas, una sobre la puerta en la que se leía su nombre y abajo la expresión “Ejerce sin título” haciendo un símil con los curanderos de pueblo que actúan como médicos, pero haciendo clara referencia a su condición de no me vuelvo a casar. La otra placa estaba en el estudio y citaba a Mario Benedetti “La soledad es también un homenaje al prójimo”.

Luego, Manuel conoció una mujer que le llamó la atención, tenía un cuerpo sensual y era muy divertida, su alegría era contagiosa, salió con ella algunas ocasiones y, un día después de ver un “show” él la llevó a su casa, unas copas más, un poco de música y la noche hizo lo demás.

Por la madrugada un grito aterrador lo despertó, regresándolo a la vigilia, al abrir los ojos se encontró él, parado en la cama, desnudo, con los puños cerrados y los brazos en alto, los ojos desorbitados, el pelo erizado y gritando con toda sus fuerzas “Yo soy más fuerte”, “Yo soy más fuerte”. Ella, desnuda, en cuclillas, se refugiaba en un rincón de la habitación, desde donde gemía con verdadero pavor.

Manuel salió del trance, bajó de la cama, le ofreció su mano para ayudarla a incorporarse, la mujer no la aceptó y se arrastró hasta el teléfono, marcó un número y le pidió a alguien que viniera por ella, luego indicó la dirección y le explicó más o menos como llegar.

La mujer se fue, Manuel, desconcertado bajó a la sala, puso música, se sirvió un trago y allí con diáfana claridad recordó la pesadilla que causó todo:

Era una noche tropical, calurosa y húmeda, densas nubes cubrían la luna y la obscuridad reinaba dándole un toque siniestro a la escena, allí las ceibas majestuosas y las acacias vanidosas custodiaban un claro de la selva, al fondo del mismo, una choza de ramas y en el portal de la choza una fogata, en ella, una anciana con aspecto de duende lanzaba polvos mágicos que al contacto con el fuego producían un humo espeso de diversos colores, según el polvo arrojado. Las llamas se elevaban lentamente, danzando y asumiendo la forma del cuerpo voluptuoso de una mujer, mientras la anciana con una voz tan baja que apenas era audible y el vaivén pausado de sus manos artríticas lo llamaba, Manuel, inerme caminaba hacia la anciana, mientras pensaba que esto no era real, que era sólo un juego de la mente que él podía vencer. En medio de la pesadilla, él se concentraba, se resistía y como un mantra salvador repetía “Yo soy más fuerte”, “Yo soy más fuerte”.

Así fue como terminó parado en la cama, con aspecto de loco y acciones afines, aterrorizando a una pobre mujer que lo único que había hecho esa noche era brindarle su agradable compañía y su hermoso cuerpo. Para sorpresa de Manuel, después de esa noche, la mujer jamás volvió a contestar sus llamadas, la amiga fortaleció su creencia en las supercherías, él se libró de la culpa de la relación terminada y desde entonces cada vez que ve fuego busca encontrarles forma a las llamas que de él se desprenden.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


 


 


 


 
La mujer del boticario





Anton Chejov





La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Solo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.
Hace tiempo que todo duerme. Tan solo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué…? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente… Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarleGotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!
La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.
“Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento”, piensa la mujer del boticario.
Poco después, en efecto, surgen dos figuras vestidas de uniforme militar blanco. Una es grande y gruesa; otra, más pequeña y delgada. Con un andar perezoso y acompasado, pasan despacio junto a la verja, conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la botica, ambas figuras retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.
-Huele a botica -dice el oficial delgado-. ¡Claro…, como que es una botica…! ¡Ah…! ¡Ahora que me acuerdo… la semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí es donde hay un boticario con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada…! Con una como ésa, exactamente, venció Sansón a los filisteos.
-Si… -dice con voz de bajo el gordo-. Ahora la botica está dormida… La boticaria estará también dormida… Aquí, Obtesov, hay una boticaria muy guapa.
-La he visto. Me gusta mucho. Diga, doctor: ¿podrá querer a ese de la quijada? ¿Será posible?
-No. Seguramente no lo quiere -suspira el doctor con expresión de lástima hacia el boticario-. ¡Ahora, guapita…, estarás dormida detrás de esa ventana…! ¿No crees, Obtesov? Estará con la boquita entreabierta, tendrá calor y sacará un piececito. Seguro que el tonto boticario no entiende de belleza. Para él, probablemente, una mujer y una botella de lejía es lo mismo.
-Oiga, doctor… -dice el oficial, parándose- ¿ Y si entráramos en la botica a comprar algo? Puede que viéramos a la boticaria.
-¡Qué ocurrencia! ¿Por la noche?
-¿Y qué…? También por la noche tienen obligación de despachar. Anda, amigo… Vamos.
-Como quieras.
La boticaria, escondida tras los visillos, oye un fuerte campanillazo y, con una mirada a su marido, que continúa roncando y sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido, mete los pies desnudos en los zapatos y corre a la botica.
A través de la puerta de cristal, se distinguen dos sombras. La boticaria aviva la luz de la lámpara y corre hacia la puerta para abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya no tiene ganas de llorar, y sólo el corazón le late con fuerza. El médico, gordiflón, y el delgado Obtesov entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y tripudo médico tiene la tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al más pequeño de éstos le cruje su uniforme y le brota el sudor en el rostro. El oficial es de tez rosada y sin bigote, afeminado y flexible como una fusta inglesa.
-¿Qué desean ustedes? -pregunta la boticaria, ajustándose el vestido.
-Denos… quince kopeks de pastillas de menta.
La boticaria, sin apresurarse, coge del estante un frasco de cristal y empieza a pesar las pastillas. Los compradores, sin pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos como un gato satisfecho, mientras el teniente permanece muy serio.
-Es la primera vez que veo a una señora despachando en una botica -dice el médico.
-¡Qué tiene de particular! -contesta la boticaria mirando de soslayo el rosado rostro de Obtesov-. Mi marido no tiene ayudantes, por lo que siempre lo ayudo yo.
-¡Claro…! Tiene usted una botiquita muy bonita… ¡Y qué cantidad de frascos distintos..! ¿No le da miedo moverse entre venenos…? ¡ Brrr…!
La boticaria pega el paquetito y se lo entrega al médico. Obtesov saca los quince kopeks. Trascurre medio minuto en silencio… Los dos hombres se miran, dan un paso hacia la puerta y se miran otra vez.
-Deme diez kopeks de sosa -dice el médico.
La boticaria, otra vez con gesto perezoso y sin vida, extiende la mano hacia el estante.
-¿No tendría usted aquí, en la botica, algo…? -masculla Obtesov haciendo un movimiento con los dedos-. Algo… que resultara como un símbolo de algún líquido vivificante…? Por ejemplo, agua de seltz. ¿Tiene usted agua de seltz?
-Si, tengo -contesta la boticaria.
-¡Bravo…! ¡No es usted una mujer! ¡Es usted un hada…! ¿Podría darnos tres botellas…?
-La boticaria pega apresurada el paquete de sosa y desaparece en la oscuridad, tras de la puerta.
-¡Un fruto como éste no se encontraría ni en la isla de Madeira! ¿No le parece? Pero escuche… ¿no oye usted un ronquido? Es el propio señor boticario, que duerme.
Pasa un minuto, la boticaria vuelve y deposita cinco botellas sobre el mostrador. Como acaba de bajar a la cueva, está encendida y algo agitada.
-¡Chis! -dice Obtesov cuando al abrir las botellas deja caer el sacacorchos-. No haga tanto ruido, que se va a despertar su marido.
-¿Y qué importa que se despierte?
-Es que estará dormido tan tranquilamente… soñando con usted… ¡A su salud! ¡Bah…! -dice con su voz de bajo el médico, después de eructar y de beber agua de seltz-. ¡Eso de los maridos es una historia tan aburrida…! Lo mejor que podrían hacer es estar siempre dormidos. ¡Oh, si a esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!
-¡Qué cosas tiene! -ríe la boticaria.
-Sería magnífico. ¡Qué lástima que en las boticas no se venda nada basado en alcohol! Deberían, sin embargo, vender el vino como medicamento. Y vinum gallicum rubrum…, ¿tiene usted?
-Sí, lo tenemos.
-Muy bien; pues tráiganoslo, ¡qué diablo…! ¡Tráigalo!
-¿Cuánto quieren?
Cuantum satis! Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No es verdad? Primero con agua, y después,per se.
-El médico y Obtesov se sientan al lado del mostrador, se quitan los gorros y se ponen a beber vino tinto.
-¡Hay que confesar que es malísimo! ¡Que es un vinum malissimum!
-Pero con una presencia así… parece un néctar.
-¡Es usted maravillosa, señora! Le beso la mano con el pensamiento.
-Yo hubiera dado mucho por poder hacerlo no con el pensamiento -dice Obtesov-. ¡Palabra de honor que hubiera dado la vida!
-¡Déjese de tonterías! -dice la señora Chernomordik, sofocándose y poniendo cara seria.
-Pero ¡qué coqueta es usted…! -ríe despacio el médico, mirándola con picardía-. Sus ojitos disparan ¡pif!, ¡paf!, y tenemos que felicitarla por su victoria, porque nosotros somos los conquistados.
La boticaria mira los rostros sonrosados, escucha su charla y no tarda en animarse a su vez. ¡Oh…! Ya está alegre, ya toma parte en la conversación, ríe y coquetea, y por fin después de hacerse rogar mucho de los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.
-Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a menudo a la ciudad desde el campamento -dice-, porque esto, si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!
-Lo creo -se espanta el médico-. ¡Una niña tan bonita! ¡Una maravilla así de la naturaleza, y en un rincón tan recóndito! ¡Qué maravillosamente bien lo dijo Griboedov! “¡Al rincón recóndito! ¡Al Saratov…!” Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos. Encantados de haberla conocido…, encantadísimos… ¿Qué le debemos?
La boticaria alza los ojos al techo y mueve los labios durante largo rato.
-Doce rublos y cuarenta y ocho kopeks -dice.
Obtesov saca del bolsillo una gruesa cartera, revuelve durante largo tiempo un fajo de billetes y paga.
-Su marido estará durmiendo tranquilamente… estará soñando… -balbucea al despedirse, mientras estrecha la mano de la boticaria.
-No me gusta oír tonterías.
-¿Tonterías? Al contrario… Éstas no son tonterías… Hasta el mismo Shakespeare decía: “Bienaventurado aquel que de joven fue joven…”
-¡Suelte mi mano!
Por fin, los compradores, tras larga charla, besan la mano de la boticaria e indecisos, como si se dejaran algo olvidado, salen de la botica. Ella corre a su dormitorio y se sienta junto a la ventana. Ve cómo el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren perezosamente unos veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja. ¿De qué? Su corazón late, le laten las sienes también… ¿Por qué…? Ella misma no lo sabe. Su corazón palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en voz baja fuera a decidir su suerte. Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtesov y se aleja, mientras que Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica… Tan pronto se detiene junto a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena el discreto tintineo de la campanilla.
La boticaria oye de pronto la voz de su marido, que dice:
-¿Qué…? ¿Quién está ahí? Están llamando. ¿Es que no oyes…? ¡Qué desorden!
Se levanta, se pone la bata y, tambaleándose todavía de sueño y con las zapatillas en chancletas, se dirige a la botica.
-¿Qué es? ¿ Qué quiere usted? pregunta a Obtesov.
-Deme…, deme quince kopeks de pastillas de menta.
Respirando ruidosamente, bostezando, quedándose dormido al andar y dándose con las rodillas en el mostrador, el boticario se empina hacia el estante y coge el frasco…
Unos minutos después la boticaria ve salir a Obtesov de la botica, le ve dar algunos pasos y arrojar al camino lleno de polvo las pastillas de menta. Desde una esquina, el doctor le sale al encuentro. Al encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma matinal.
-¡Oh, qué desgraciada soy! -dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se desviste rápidamente para volver a echar a dormir-. ¡Que desgraciada soy! -repite.
Y de repente rompe a llorar con amargas lágrimas Y nadie… nadie sabe…
-Me he dejado olvidados quince kopeks en el mostrador -masculla el boticario, arropándose en la manta-. Haz el favor de guardarlos en la mesa.
Y al punto se queda dormido.
 
 
 
 

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